Recordando la procesión de Nuestro Padre Jesús Nazareno
Fernando Chica Arellano
Observador Permanente de la Santa Sede ante la FAO, PMA y FIDA
Por desgracia, y a causa de la vigente y cruel pandemia, este año no podremos ver procesionar por las calles de Mengíbar a la Real Cofradía de Nuestro Padre Jesús. Podremos ir, sin embargo, a la parroquia de San Pedro Apóstol y fijar nuestros ojos en la bella imagen del Nazareno, dejando volar nuestra imaginación creyente como si acompañáramos al Señor en la madrugada del Viernes Santo. Seguro que de esa contemplación extraeremos lecciones que harán bien a nuestra alma.
Hagamos silencio. Volvamos nuestra mirada a Cristo, que lleva sobre sus hombros doloridos la pesada cruz que le pusieron nuestros pecados. Va seguido de un joven que regresaba exhausto del campo a su casa. Su nombre: Simón de Cirene. Fue tomado de entre la multitud para ayudarle a llevar el áspero y lacerante madero.
¿Cuál es nuestra reacción ante el Señor? ¿Indiferencia? ¿O su egregia figura sufriente se estampa en nuestra alma, alentándonos a salir de la inercia, abandonar nuestros caprichos veleidosos y remodelar nuestras malsanas costumbres? ¿Qué decimos viendo a Jesús que se entrega a la muerte por nosotros? ¿Le damos la espalda? ¿Miramos para otro lado? ¿Seguimos charlando? ¿Una sonrisa burlona puebla nuestros labios?
Hace muchos años un hombre pobre experimentó cómo su vida daba un vuelco total, justamente porque, aunque sin ojos en la cara, con los del alma, pudo darse cuenta del valor de Jesús. Y aprovechó la oportunidad que se le ofrecía para dar cauce a su penuria y sufrimiento. La vida lo había despojado de todo. Como riqueza, solo tenía la insistencia con la que gritaba. Era tenaz. Sin titubear, notando la presencia redentora del Nazareno, su corazón se llenó de arrojo. Puso su confianza en Cristo y le suplicó audazmente que le devolviera la vista. Así podría iniciar una vida nueva. Abandonando su miseria, tendría la posibilidad de poder desarrollar una existencia con dignidad.
Repasemos lo que nos cuenta al respecto San Lucas en su evangelio: “Sucedió que, al acercarse él a Jericó, estaba un ciego sentado junto al camino pidiendo limosna; al oír que pasaba gente, preguntó qué era aquello. Le informaron que pasaba Jesús el Nazareno y empezó a gritar, diciendo: «Jesús, Hijo de David, ¡ten compasión de mí!» Los que iban delante le increpaban para que se callara, pero él gritaba mucho más: «¡Hijo de David, ten compasión de mí!» Jesús se detuvo, y mandó que se lo trajeran y, cuando se hubo acercado, le preguntó: «¿Qué quieres que te haga?» El dijo: «¡Señor, que vea!» Jesús le dijo: «Ve. Tu fe te ha salvado». Y al instante recobró la vista, y le seguía glorificando a Dios. Y todo el pueblo, al verlo, alabó a Dios” (Lucas 18,35-43).
A menudo nosotros pensamos, orgullosamente, saberlo todo. Sentimos que no necesitamos nada. No somos ni nos consideramos menesterosos. En realidad, si nos dejamos de hipocresías, percibiremos que nuestras lagunas y carencias son múltiples. Y aunque tengamos ojos, no solo somos miopes, más bien somos ciegos y altaneros. Con frecuencia somos indolentes ante los acontecimientos importantes de la vida: la desdicha del hermano, la soledad del anciano, la depresión del enfermo, la amargura del desempleado o el hambre del transeúnte.
Cada Viernes Santo, Cristo se presenta ante nosotros con la cruz a cuestas y nos exhorta a cambiar de rumbo en nuestra vida. Contemplar el rostro lastimado de Jesús, sus punzantes heridas, no puede ser para nosotros un mero espectáculo. Hemos de dejarnos interpelar sinceramente por su palabra luminosa y retadora. ¿Cuántas veces hemos visto la procesión de Nuestro Padre Jesús y nos hemos quedado igual? Cristo sufrió enormemente por nosotros. ¿Hemos respondido a su amor, a la aflicción que le causaron nuestros pecados? ¿Hemos pensado que Cristo sigue sufriendo en los pobres y desheredados de este mundo?
Santa Teresa de Jesús dejó atrás su mediocridad viendo una talla de Cristo muy llagado. ¿Haremos nosotros lo mismo o desaprovecharemos la oportunidad de conversión que se nos brinda viendo a Cristo triturado por el peso inicuo de la cruz?
Ante la bella imagen de Nuestro Padre Jesús Nazareno, bien que podríamos rezar: “Señor Jesús, aquí me tienes, como un pordiosero ciego y pobre. ¡Ten misericordia y compasión de mí! ¡Que sienta el gran amor que me profesas! Que tu Evangelio penetre en mi mente y en mi corazón, para que pueda renunciar al egoísmo y entregarme a tu voluntad, al servicio de todos cuantos se sienten olvidados y despreciados, de todos los que están tirados en la cuneta de la vida, sin compañía, sin consuelo, sin recursos, sin esperanza”.
Si oramos con sinceridad y mucha humildad, con la constancia y valor del ciego de Jericó, que supo vencer cuanto obstáculo se le ponía de por medio, seguramente Jesús te preguntará: “¿Qué quieres que haga por ti?”. Bartimeo le respondió: “Señor, que vea”. La reacción de Jesús fue inmediata: “Recobra la vista, tu fe te ha salvado”. El ciego logra por su fe lo que Cristo le regala por su caridad. ¿Qué le vas a pedir tú? ¿Con qué actitud te acercarás a Él? ¿Permitirás que Él se acerque a ti?
Vuelve a leer otra vez la historia Bartimeo, el ciego de Jericó. Podrás comprobar la fuerza que tiene la oración que no se cansa, la oración sencilla, confiada y valiente. Este pasaje del Evangelio nos enseña, sobre todo, a desterrar de nosotros la idea de que Jesús es sordo a nuestro llanto. Se equivocan los que piensan que Dios es extraño a nuestra tribulación, insensible al clamor de nuestras lágrimas. Por el contrario, Él siempre tiene piedad de nosotros y nos invita a tenerla con los demás.
El encuentro de Jesús con Bartimeo nos muestra que Cristo nunca coarta la libertad, sino que respeta profundamente a cada ser humano. “¿Qué quieres que haga por ti?”, le dijo el Señor a aquel invidente. Él responde sencillamente: “Señor, haz que vea”, y Jesús se compadece de inmediato. Pero lo significativo de esta página evangélica, y lo que nos puede ayudar a no ser superficiales y frívolos, es la actitud del ciego una vez que deja de serlo. Y es que Bartimeo, tras ser curado, “sigue a Jesús glorificando a Dios”. Y tú, ¿lo sigues?
Cuando estemos ante el trono de Nuestro Padre Jesús, hagamos esta vez, con total franqueza, el propósito no solo de buscar a Cristo por conveniencia o por curiosidad. Por el contrario, procuremos tener un encuentro personal con Él. Podríamos decir en nuestro interior: “Señor, dame la fe para saber que Tú siempre estás conmigo. Necesito la limpieza de corazón para ver todo desde tu punto de vista. Permíteme adorarte y glorificarte por la ternura que siempre tienes conmigo. Gracias por no dejarme jamás solo con mis problemas y congojas. Aumenta mi fe para ser capaz de experimentar tu amor en medio de las dificultades y pruebas de la vida”.
Vamos, inténtalo. No te vas a arrepentir. Este año, no te quedes impasible ante Jesús el Nazareno. No seas insensible a su amor. Grita, como el ciego, y dile que esperas que su amor renueve tu existencia. Deja que Él conquiste tu vida y la transforme para bien tuyo y de los que te rodean.
Si tú cambias, muchos se verán beneficiados por ello. Experimentarán que tu bondad los socorre y ampara. En nuestro pueblo hay muchas personas que necesitan de tu generosidad y altruismo. Requieren tu asistencia, una palabra alentadora de tu parte, un gesto fraterno que venga en su ayuda.
Sal de tu comodidad y ponte desinteresadamente a servir a los demás. Merece realmente la pena, comenzando por tu misma familia, porque, no raramente, es en las distancias cortas donde más dejamos que desear. Es dentro de casa donde peor y más neciamente nos comportamos. Por tanto, es tiempo de cambiar. En ese camino, encontraremos siempre la gracia divina que nos precede, sostiene y favorece. ¿A qué esperas? Merece realmente la pena.