Recogimiento

Ramón Luque Sánchez

Escritor

Somos nuestra memoria. Esencialmente, aquellas palabras que oímos de niños, esos consejos y recomendaciones que nos fueron guiando y formando cuando aún no teníamos conciencia ni voluntad. Mis primeros recuerdos están en Mengíbar, allí hay un nido formado por nanas y arrullos en el que sueño feliz. A veces, me gusta andorrear por aquellos lugares en los que pasé mi infancia: la calle Moral Fernández y las Cuevas. Invariablemente, me acecha un rumor que suena a balada muy dulce; también me encuentro con estampas muy antiguas. Son hombres y mujeres que hablan y ríen, sin saber que esas conversaciones y anécdotas, captadas por un niño, quedarán grabadas en su subconsciente y lo acompañarán hasta llegar a una plaza amplia: el mundo de los adultos.

Muchos de estos recuerdos tienen que ver con la Semana Santa, con un conjunto de ritos, oraciones y costumbres capaces de iluminar al espíritu y acercarlo al significado de la redención. Vivía la pasión y muerte de Jesucristo entre cuatro paredes muy blancas, en las que el recogimiento, la sobriedad y el duelo me acompañaban hasta el domingo de Resurrección, cuando las campanas repiqueteaban alegres, anunciando que Jesús, el mismo que había procesionado nuestras calles como símbolo de sufrimiento y sacrificio, había resucitado. Ese día, la cruz se transformaba en una paloma luminosa, símbolo de Amor, Esperanza y Salvación. Pero la Semana Santa era también gastronomía, un montón de recetas que hoy más que nunca adquieren su valor culinario y afectivo. Estas comidas me transportan a una familia humilde, donde cada gesto tenía un inmenso valor.

En nuestra casa vivíamos bajo los principios del humanismo cristiano, basados en el respeto a los demás y una apuesta decidida por las tradiciones y la paz. La sencillez y honestidad de mi madre siempre han sido para mí un estímulo y un ejemplo a seguir. Su oración silenciosa, pidiendo a Dios para que a sus hijos no le faltara nunca lo más esencial para vivir, fue una lección que nunca he olvidado. Mi hermana representaba esa modernidad que encarnaron las jóvenes a finales de los años sesenta: cantar en el coro, asistir a novenas y setenarios y concurrir a los Santos Oficios. Digamos, que cada una, a su manera, constituyeron para mí un testimonio de vida cristiana.

Salvo contadas ocasiones, viajo cada primavera a Mengíbar. La Semana Santa invita a una pequeña peregrinación. Me gusta ir con mi familia a los sitios más emblemáticos por donde pasan las santas imágenes. Ni las grandes procesiones de Sevilla o San Fernando, donde resido, han superado nunca en emoción al encuentro entre el Nazareno y la Virgen de los Dolores en la calle del Pozuelo. Allí, la voz de Ana la Gitanica, siempre con sus tacones y alegría como señas de identidad, llenaba la noche con el aroma de las creencias más profundas y auténticas. Estos últimos años, siempre acudo el miércoles santo.

Me gusta ver pasar por mi casa la procesión del Señor de las Lluvias. Después, avanzo unos pasos para ver el encuentro con su Madre, la Virgen de la Amargura, en el cruce de las calles Real y Príncipe de Vergara. Especialmente, recuerdo el primer año que estuvimos allí. Estábamos en la puerta con unos amigos. Nuestras hijas y las suyas se subieron al balcón para echarle al Señor de las Lluvias los pétalos de las rosas que acabábamos de cortar en el patio. Cuando el capataz vio a las niñas en el balcón paró un instante la procesión, y el paso se acercó hasta la puerta de la casa, para que las flores cayeran sobre la imagen de Cristo crucificado.

Fue muy hermoso, tuvimos la impresión de que el Señor de las Lluvias había entrado en nuestra vivienda para bendecirla. Un mes después, bajo una lluvia torrencial, el tejado se hundió. Nadie estaba en ese momento en la casa ni hubo que lamentar ninguna desgracia personal. En momentos como este, me acuerdo de mi madre y de su manera de rezar, silenciosa como la esperanza, y mis labios musitan una oración para dar gracias a Dios.

Todos estos recuerdos vuelven a mí muy vivos. La Semana Santa siempre invita a renovarse, a la penitencia y a la esperanza. Obligado por la pandemia, este año no podré viajar a mi pueblo, pero sí saborear esas comidas, típicas de la Cuaresma, que saben a hogar y tradición, rememoraré los principios religiosos en los que fui educado y rezaré en silencio, como lo hacía mi madre.