La Semana Santa


Vicente A. Medina Martínez
Cofradía de la Vera Cruz
Es sabido que las fechas de la Semana Santa son cambiantes, ya que se establecen según el calendario lunar. Por ejemplo, en 2019, el Jueves Santo cayó el 18 de abril; en 2020, fue el 9 de abril, y en este incierto a la par que esperanzador 2021, es el 1 de abril. Esto es así porque, en el Concilio de Nicea, en el año 325, se decidió que el Domingo de Pascua —también llamado de Gloria o de Resurrección— sería el domingo que sigue a la primera luna llena del equinoccio de primavera, que tiene lugar entre el 20 y el 21 de marzo en el hemisferio norte. Este día se produce el cambio de estación y la primavera releva al invierno. Es el momento del año en que el día y la noche tienen la misma duración, de ahí que etimológicamente, equinoccio, signifique igual noche. Dicho de otro modo, el primer jueves de primavera que haya plenilunio, es Jueves Santo. El domingo anterior será el Domingo de Ramos, que este año es el 28 de marzo y, según el rito latino, contando hacia atrás los cuarenta días que dura la Cuaresma, se fija el Miércoles de Ceniza.
Las celebraciones litúrgicas cuaresmales comienzan con la imposición de la ceniza y la pronunciación simultánea de la admonición: “Convertíos y creed en el Evangelio”, en clara alusión a la preparación para recibir la Pascua que es la esencia de la Cuaresma a la que da paso. La ceniza que se pone en la cabeza de los fieles proviene de la quema de los restos de las palmas bendecidas el Domingo de Ramos del año anterior y simboliza pecado y fragilidad; la Cuaresma, penitencia y conversión. Este período lo instituyó la Iglesia en memoria de otros tantos que ayunó el Señor en el desierto, que duró el Diluvio Universal… El número de días de su duración no fue escogido al azar, ya que el cuarenta aparece en bastantes ocasiones en la Biblia. Para este ciclo se han programado en nuestra comunidad —este año, al igual que el anterior, se han reducido debido al emboscado y letal virus que nos asola— diversos actos sobre el significado de este tiempo de culto, algunos de ellos a cargo de las distintas Cofradías: Triduo —tres días— en honor del Santísimo Cristo de la Oración en el Huerto, guardado por su Ángel Confortador bajo un olivo natural, Triduo en honor de la santa Verónica —Verdadero icono, Verdadero rostro— o los Vía Crucis de los seis viernes.
Uno de esos sucesos es el tradicional Quinario a Nuestro Padre Jesús, probablemente, en recuerdo de sus cinco llagas: la de su acogedor costado, las dos de sus generosas manos y las dos de sus sobrecargados pies. A continuación, se inicia el igualmente arraigado Septenario a la Virgen de los Dolores, para empatizar con sus siete penas simbolizadas en los siete puñales clavados en su corazón plateado. Son: la Profecía de Simeón; la Huida a Egipto; la Pérdida del Niño Dios en el Templo; María y Jesús se encuentran en el Camino de la Cruz; Jesús muere en la Cruz; María recibe el Cuerpo de Jesús al ser bajado de la Cruz, y Jesús es colocado en el Sepulcro. Las dos Imágenes titulares, Nuestro Padre Jesús con su túnica de pasión y cargado con la Cruz, y la Virgen de los Dolores apenada con su manto negro estrellado, colocadas a uno y otro lado del Altar de la Parroquia de San Pedro Apóstol, presiden estas jornadas emergiendo de entre un sinfín de claveles y lirios. El chisporrotear de las velas a sus pies ilumina sus rostros de sufrimiento y resignación.
El último día del Septenario coincide con el Viernes de Dolores, viernes anterior al Domingo de Ramos, que es la puerta de la Semana de Pasión, semana que cambió, sin lugar a dudas, el curso de la historia. Este domingo posee un significado de estreno, de saludo y, de entrada. Se rememora la que hizo Jesús en Jerusalén a lomos de un burro, en señal de sencillez y modestia, para que se cumpliera la profecía de Zacarías 9,9: “El Mesías vendrá trayendo salvación, humilde y montado sobre un pollino, hijo de asna”. Hoy, sigue manteniendo su sentido de ofrecimiento, el de venir para disponerse a servir y no para ser servido. Vinieron después, la decepción y la frustración, pues los mismos que lo aclamaron a los pocos días lo condenaron, tal y como corrobora una de las más firmes constantes y más enraizadas miserias del género humano. Primero alabamos, y más tarde, destronamos. Otrora, la palma labrada que llevaba el sacerdote en este día de ramas de palma y de olivo, era la que luego —como todos los mártires— procesionaba San Juan. La palma es una alegoría de la victoria del espíritu sobre lo terrenal a través del martirio.
El Lunes, Martes y Miércoles Santos fueron días de presentimientos, y de malos presagios. Acechaba la tragedia que nadie podía remediar, y el Único que podía, no quiso, para que así se cumplieran las Sagradas Escrituras.
A la hora nona del Jueves de Santo —la novena hora después de la salida del sol— se inicia el Triduo Pascual, los tres días más importantes de la liturgia cristiana, en los cuales se conmemora la Pasión, Muerte y Resurrección de Jesucristo.
Según Martínez de Pisón: “El paisaje pasa a ser un estado de conciencia”. Por ello, resulta más fácil para nosotros transportarnos a aquella noche del Jueves Santo a los aledaños de la Granja de Getsemaní de hace un poco más de dos mil años, por la similitud de clima, vegetación y orografía de nuestros alrededores. Después de celebrar la Última Cena con sus Doce Seguidores, se retiró triste e inquieto a orar al Monte de los Olivos. Noche de oración, noche de angustia por el cáliz amargo que habría de beber para que se cumpliera la voluntad del Padre, noche de plata por el resplandor de la luna llena, noche de traición entre olivos: el Prendimiento. Para los creyentes, el Jueves Santo es un día de contrastes. De desencanto por la despedida, de ilusión porque se quedó entre nosotros para siempre, inmortalizado en el pan de su Cuerpo y el vino de su Sangre al instituir el Sacramento de la Eucaristía; de humanidad por la debilidad que mostró ante el sufrimiento que le esperaba, de divinidad, por la promesa de Resurrección. Es el día en que se entregó por nosotros como expresión suprema de Amor, es el día del Amor Fraterno.
En la parroquia, en la madrugada del Viernes Santo, el sacerdote sermonea la Pasión y cuatro seglares cantan los típicos Pregones: Confortación del Ángel, Sentencia a Azotes, Sentencia a Muerte y Justicia Recta. Este acto sin igual, organizado por la Cofradía de Nuestro Padre Jesús Nazareno, es nuestra peculiar forma de glosar el proceso injusto seguido contra Jesús y su sentencia a muerte. Por la mañana, el aromático y recogido Monumento es un constante ir y venir de adoradores, y a las doce en punto, en un marco silente se hace el Vía Crucis —Camino de la Cruz— en recuerdo del instante exacto de Su muerte. El Cristo yacente de la Cofradía del Santo Entierro siempre me ha conmovido por su pálida serenidad, propia del que está satisfecho de haber cumplido aquello para lo que fue enviado.
El Sábado Santo es un día de luto, de expectación y de silencio porque el Señor reposa en el Sepulcro. “A pesar de nuestro temperamento alegre y festivo, todo resulta grave y solemne y no se percibe un ruido”, como dijo el viajero romántico, Alexander S. Mackenzie, en su Andújar. Semana Santa de 1827.
Pero la tristeza dura poco. Por la noche, la ceremonia de la bendición del agua y del fuego simboliza el aniversario más ansiado por los cristianos, la Resurrección. Cristo ha resucitado, ha vencido a la muerte. Es el triunfo del bien sobre el mal, de la luz sobre las tinieblas, representado por el encendido del Cirio Pascual con la primera y última letra del alfabeto griego impresas, alfa y omega, que significan que Dios es el comienzo y el final de todo.
El Domingo de Resurrección amanece radiante. Es un día de júbilo y de regocijo por la victoriosa noticia. En la Santa Misa se celebra la Resurrección de Jesucristo a los tres días de haber sido crucificado.
Este será el segundo año consecutivo que no podremos contemplar la catequesis popular que son nuestras Procesiones; esos maravillosos retablos cadenciosos al son de las marchas procesionales, que comienzan con la de Cristo Rey en su entrada triunfal a Jerusalén, continúan el Miércoles Santo con la del Santísimo Cristo de las Lluvias, bonito Crucificado al que siempre nos confiamos y encomendamos y la bella talla de María Santísima de la Amargura, y culminan con un hermoso Niño de las Uvas y un Cristo triunfante, el Resucitado enarbolando el Lábaro de la Resurrección. Lo cortejan san Juan, santa María Magdalena, la primera testigo de la Resurrección, “la apóstol de los apóstoles”, como la llamó san Juan Pablo II en 1988, en la carta Mulieris Dignitatem, y la Santísima Virgen de la Cabeza que, al compás de pasodobles, volteo de campanas y cohetes nos invita a su Romería el último domingo de abril.
El Jueves y Viernes Santo, cuando imagine que voy desfilando con el Señor Amarrado a la Columna o acompañando a la Santa Vera Cruz, los dos preciosos Pasos de mi querida y familiar Cofradía, por los que siento una devoción especial, me santiguaré y elevaré una oración por todos los que lo están pasando mal y por todos los que nos han dejado.
